El
portón metálico se batió hacia fuera por acción del viento gélido proveniente
del norte, la cadena engarzada con un candado antiguo el cual cedió cayó al
suelo, como tantas veces, arrastrado por el peso de una cadena de grueso calibre.
El reloj de la torreta marca con sus milenarias agujas las 11.50, mientras los
nubarrones cubrían la pálida luna en cuarto menguante, que se hacía la
desentendida, mientras los sauces llorones se mecían, sacudiendo las hojas del
otoño por los arrebatos del miedo.
Las
calles empedradas mojadas por el sereno dejaban circulan los carretones en los
alrededores, donde a paso lento redoblaban el sonido rítmico de las herraduras de
corceles, portentosos caballos que resoplaban en vaho, haciendo que se deslizara
una elegante carroza, que deambula sobre las callejuelas proveniente de
dirección desconocida, que se escabullía por el camino en la soledad de la
noche.
La
portezuela se abrió, de donde descendió una dama, de vestido elegante, largo,
que resonaba en fustanes almidonados al roce de los botines de charol. La
cabeza cubierta con una mantilla, que era coronada con un sombrero de ala
corta, del cual caía una malla que le ocultaba el rostro, caminó hasta la esquina,
apostándose debajo de una lámpara color amarillo que iluminaba el lugar, se detuvo,
mientras la carroza desapareció a la
distancia en cuestión de minutos.
Atravesó
la avenida apoyándose en una sobrilla cerrada, la que usaba de bordón. Un
rosario con un crucifijo de plata le brillaba en el pecho, con paso ligero pasó
gallardamente por el umbral del portón, introduciéndose en su trayecto hasta
deslizarse calladamente hacia el interior, del cementerio. Tomó la calle
principal, hasta desaparecer a la distancia, se disipó en la neblina donde las
lechuzas gritaban desesperadas, cuando la soledad se hacía perenne. El silbido
del aire recorrió por los rincones, anunciando la hora de media noche.
Todos
los días, entrada la noche el carruaje negro se estacionaba cerca de la
entrada, el cochero investido en una capa oscura, permanece inmóvil, en la
espera. Esa noche en medio de una llovizna pertinaz, el corcel se mostraba
intranquilo, golpeaba con sus patas delanteras el suelo empedrado, el arnés y
los frenos se estiran cuando se intentaba mover. La dama escapó por el portón y
se introdujo en el carromato. Con un sordo grito de ¡Arre!, el caballo tomó su
camino, con su trote tradicional. La avenida plagada de árboles los trasladó en
gran trecho hacia el sur, al llegar a la rotonda dio vuelta a la izquierda a
una calle angosta que los llevaba en dirección a la iglesia que se encontraba en
la cúspide de un cerro. El serpenteante camino de tierra hacía suspirar
fuertemente al corcel, que escalaba por la vereda que confluía hasta llegar a la
parte superior del monte, luego disminuyó su velocidad cuando al alcanzar las
cercanías del atrio de la capilla, allí se muestra un parque que rodea el atrio
donde se encuentran varias bancas que se cubren con glorietas de bougambilias,
que permanecen en soledad, acompasadas de la oscurana de la noche.
La
puerta del templo estaba cerrada, por lo que la señora al descender del
vehículo, se detuvo junto a una cruz de hormigón que erguida se estampaba a la
derecha de la entrada, utilizando su sombrilla para evitar la llovizna, mas
fuerte a cada momento.
De
pronto el aldabón se mueve y la hoja del portón después de un rechinido se
abre. No se logra ver si hay alguien en el interior.
Las
luces de las velas permanecen prendidas, las candelas en su mayoría derretidas
acumulan la cera en su base y las flamas se reflejan en las paredes del altar
mayor del templo. Ella caminó hacia el frente, en el costado del púlpito se
santiguó y luego se introdujo al confesionario, donde pasó mas de una hora. En
posición de sumisión regresó hasta las bancas centrales y de rodillas permaneció
elevando sus oraciones.
Un
fuerte viento arremetió, levantando las cortinas y descubriendo el cubículo de
la confesión, donde una sombra abandona el lugar a través de la sacristía, la
nave del templo queda a oscuras y varios lamentos se dejan escuchar en su
interior. La mujer abandonó el recinto cubriéndose el rostro con un pañuelo.
Años
atrás se conoció la historia de la damisela, hija del comendador, que visitaba
frecuentemente la capilla de la
Virgen del Carmen, allí conoció al el Padre Domingo, joven
eclesiástico que ejecutaba su apostolado en el templo, era un sacerdote simpático,
muy caritativo, que cuidaba de su comunidad. La joven se enamoró del cura y le
acosaba con tal vehemencia que él se vio en la necesidad de prohibirle que le
buscara. Solicitó a la curia que fuera trasladado a otra jurisdicción, pero
esto no le fue concedido, por lo que tuvo que soportar la presencia de la joven,
quien todos los domingos y días festivos visitaba el templo con el fin de poder
acercársele, especialmente cuando se encontraba en sus labores de confesión. La
casa parroquial y la sacristía eran lugares prohibidos para la señorita, donde
los asistentes de la parroquia tenían instrucciones de no dejar que ella
penetrara a esos lugares. Sin embargo ella siempre encontraba la excusa
perfecta o la oportunidad de encontrase con el sacerdote para coquetearle.
Cuentan
las santulonas del lugar que en cierta ocasión, mientras el curita hacía sus
labores de jardinería, en la casa parroquial, ella penetró y lo encaró,
haciéndole las peticiones más inverosímiles, el joven se vio nuevamente acosado
que prefirió no entablar una conversación, después de rechazarla, tuvo la
necesidad de mandarla a sacar con el sacristán. Ella blasfemó y le amenazó que
aun después de muerta no le iba a dejar en paz.
El
sacerdote antes de abandonar el templo le indicó, que era necesario tener una
charla muy seriamente, por lo que la instaba a presentarse una tarde, después
de la hora santa para que se sentaran a dialogar sobre la situación, esto le
dijo se hará en el interior de la capilla y con el testimonio de Jesús.
El
día se llegó, precisamente al terminar el acto, después del abandono de los
feligreses, Padre Domingo invitó a la dama a sentarse frente al altar mayor y
poner en claro la situación. El le expuso la situación y los motivos por los
cuales sus peticiones no podían ser atendidas, entre eso, el voto de castidad y
su labor como parte de la curia, no le permitían aceptar su petitorio, además
que ella era una dama de sociedad que tenía un futuro por delante, a lo que la
chica con el rostro bajo aceptó, sin hacer mayores comentarios. Antes de
terminar la charla ella le pidió que estaba
dispuesta a aceptar pero que deseaba y necesitada que él la escuchara en
confesión.
Ambos
penetraron al cubículo. Después de una hora, la joven se retiró del lugar hecha
un mar de llanto, enjugando sus lágrimas mientras cubría su rostro, abandonó el
recinto, hasta perderse en las faldas del cerrito.
El
sacerdote mas contrariado salió del confesionario, su semblante reflejaba pena
y congoja. Tomó su biblia y se apostó frente al altar, a pedirle a Dios por su
martirio. Ahora su pena se iba a convertir en el secreto de confesión.
Las
cosas sucedieron según la predicción, la chica tomó la fatal determinación de
quitarse la vida. En la velación, el padre asistió a las honras y en un acto de
bondad le entregó a la familia un rosario y crucifijo de plata, que él había
recibido de manos de la dama, aunque se vio señalado como causa del suicidio, él
con toda su humildad se entregó a la oración y en los actos litúrgicos en honor
a la señorita.
Cuentan
las malas lenguas que la dama desde entonces, sale todas las noches, transita
desde su tumba allá en el cementerio local, hasta la iglesia del cerro, a
tratar de convencer al sacerdote, que se
fugue con ella, so pena de suicidarse.
El
padrecito ha envejecido, su cuerpo se ha encorvado, el poco pelo que le queda
ya canó, le marcan una sombra de tristeza en el rostro. Lleva en su conciencia
la muerte de la chica… La dama del Rosario y crucifijo de plata.
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