Arrastrando
los pies como si sus pecados le agobiaran tanto, inmerso en la neblina que se
hace cargo de transportar la figura espectral de un ente que deambula en
forma silenciosa. Los perros anuncian
con sus aullidos el sobresalto de lo extraño que los hace inquietos y
temerosos. Los nubarrones que acaso se dejan intimidar por la pálida luna, la que
se esconde tras los tejados, cuando se desparrama en el sereno que moja las
empedradas calles.
La
sombra que viaja, en zancadas de muerte, sobre la acera de la calle de las
ánimas, se desliza cubriéndose con una capa de color negro, que se levanta con
el impulso del viento en contra, en su carrera, lleva además cubierta la cabeza
haciendo gala de un sarcástico miedo en su caminar.
La
ventana de los curiosos se cierra al verle pasar como un pálido susurro, cuando
se le observa que se acerca hasta centenarios arcos de la entrada del
camposanto, donde como de costumbre una campana hace su tañido anunciando cuando
el espíritu traspasa el portón de la entrada. Así se comporta por costumbre, la apocalíptica
ánima, cuando sale de su averno, como todas las noches de la época fría.
En
el mesón, casona vejestoria que se levanta
junto al parque, después de escuchar las campanadas de la iglesia,
rozando las 4 de la madrugada, hace su apertura. Los encargados del lugar sacuden
los pasadizos y los húmedos cuartos con las escobas de palma para procurarse la
limpieza y cuando los encuentran, ensañarse con los bolitos que se han quedado
aún durmiendo la mona, para que abandonen su resaca. El gordo que es el mozo,
que se presta en ayuda a los comerciantes, amaneció engarabatado, abrazando el
escaparate del Santo, que veneran en el lugar, prodigando sus rezos y con los
ojos desorbitados, nervioso y temblando de pánico, se niega a desprenderse del
lugar. Azuzado por las gentes, en medio de gritos y balbuceo de oraciones se
levanta, volteando a ver por todos lados, se dirige en plena carrera hacia las
afueras del edificio, para caer hasta el frontispicio de la iglesia, donde
somata el portón en búsqueda del cura. La puerta se abre en una de sus pesadas
hojas y se lanza a los pies del religioso, en búsqueda de un consuelo o quizás
de algún perdón.
El padrecito se acurruca y le sostiene
la cabeza alborotada, el recién llegado se hinca y le agarra la sotana con sus grotescas
manos manchadas de lodo le jala la vestimenta para mostrarle su pena para lograr
que lo entienda.
--- Malo…!, malo…! --- dice y se
aferra a la ropa.
--- Que pasó.--- le grita y le hace
ademanes en forma de pregunta.
---Miedo…!---y hace sonidos
guturales de llanto, mientras se toca la cara mostrando asombro--- mucho
miedo!---.
Junto
al sacristán, el sacerdote, le ayuda a levantarse y le hace que les acompañen
hasta el interior del templo, donde después de proporcionarle un bocado de pan,
lo interrogan para investigar el origen de sus miedos. Después de hacerse
entender relata con sus pocas palabras y mímica, todo el acontecimiento.
--- La muerte…!, era la muerte! ---
repetía angustiado ante el sacerdote, que lo consolaba.
A
todo esto la diaria faena sigue igual, los vendedores levantaron con su carga
de artículos y se dispusieron a poblar el portal del mercado, donde colocan sus
comercios, encima de sábanas de nylon en pleno suelo mostrando los volcanes de
multicolores granos y canastos de verdura, para ganarse su día, a lo mejor
ajenos a lo sucedido.
La
policía se ha hecho presente en la casa parroquial, inquiriendo por el paradero
del Mozo, pesa sobre él, la investigación como testigo presencial la causar de la
muerte de un acaudalado señor, que fue decapitado cerca da la glorieta del
parque infantil y alguien alcanzó a verlo que corría enardecido, alejándose del
lugar, minutos después del suceso.
Una
leve llovizna ha empezado a caer sobre el poblado que en solitario los vecinos
se disponen a irse al reposo, a la distancia el silencio se hace evidente,
interrumpido a veces por un relámpago a lo largo de las montaña, de pronto del
zaguán de una elegante casa sale un hombre, montando su caballo, él cubierto
con un sombrero de ala ancha y una capa plástica de color claro que le cubre
parte de la bestia, se desliza en pleno trote sobre el asfalto de la avenida
principal, las luces que alumbran en los postes se hacen pálidas a medida de
que la lluvia se intensifica, en viaje directo y justo cuando se acerca a una
glorieta cubierta de bougambilea, del pequeño parque, allí le salta un hombre vestido de capa negra
que despide halos de pánico, quien le franquea el paso, la sombra de una
guadaña reluce desafiantes en sus manos.
El
caballo, entonces, pega un regresón y luego relincha, haciendo que el jinete salga
despedido y descienda a través de un golpe por el anca del animal, rápidamente se incorpora y se declara un
encarnizado duelo, batalla donde reluce un arma, que escupiendo un par de
balas, hace frente al intruso, que ni siquiera se inmuta, ni le produce daño.
La filosa cuchilla, vuela y pasa rasurando el cuello del caballero, su cabeza
rueda por el suelo hasta llegar a las bancas de la glorieta. El caballo asustado
se encabrita y huye en galope despavorido a lo largo del mojado camino, donde se pierde.
El
maléfico asesino se mofa de su actuación, toma por el pelo la cabeza de su
oponente, como trofeo lo levanta sobre sus manos que se manchan de sangre en
señal de triunfo.
Por
detrás de la glorieta aparece un bulto que se enseña en medio de las retorcidas
ramas de las flores, con sus grandes ojos desorbitados se levanta produciendo
ruido por su presencia, lo que hace que el encapuchado lo vea, se acerque y con
el índice de su huesuda mano le señala.
---Haz visto como se ejecuta a un
malévolo y adinerado asesino. Que destruye hogares y familias. Ja, ja, ja. Tu
serás el testigo--- fue la voz de ultratumba que se dejó escuchar en el lugar.
Después
de recobrar la conciencia el gordo, que de casualidad adormitaba en ese lugar, apenas
se dio por enterado, corrió como loco, pensando en una infinidad de cosas, todas
amenazas, asumiendo que el señalamiento era una condena para él. Se santiguó
cuantas veces pudo y se fue a esconder, en los cuchitriles del Mesón. Donde
amaneció cerca del escaparate de San Antonio.
En
los pasadizos del cementerio se moviliza un cortejo, la caja de roble blanco
con aldabones de bronce, cargado por elegantes ciudadanos se encamina hasta el
suntuoso mausoleo, los deudos se dan consuelo y los grupos de acompañantes, se
hacen valla y repiten el réquiem.
En
el fondo tras una elevada palmera, el esqueleto de una osamenta se regocija con
la guadaña en mano. Y el eco de una sonora carcajada se la lleva el viento y espanta
a los dolientes.
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