jueves, 25 de julio de 2013

AVIONETAS



          El cielo anaranjado y oscuro, el día empieza a clarear, la brisa del mar rasura el rostro de los mozos que se recuestan en la arena, agazapados se hacen a la espera de la próxima encomienda. Las gaviotas ya se desparraman sobre las olas, los pelícanos que saludan con sus alas se desperezan en los troncos del improvisado muelle, donde golpean en espuma los tumbos del salado mar. La corona del rey sol, se insinúa en el oriente, iluminando la playa, cuando se levanta la neblina de la húmeda madrugada.
          A la distancia se escucha el sonar de un motor, que haciendo altos y bajos se desliza a unos cuantos metros sobre la arena. Las fogatas que permanecen encendidas son avivadas con gasolina para que la visibilidad sea buena, la avioneta es avistada y se dirige en franca picada hacia el área, rasurando la cabeza de los hombres en tierra, suelta un par de paracaídas que bambolean sendos paquetes de regular tamaño, que se somatan en línea frente a las olas.
          Amadeo corre detrás del encargo que cae dentro de las pequeñas olas que se desparraman en la playa, donde las conchas blancas hacen su aparición junto a los maratonistas cangrejos venenosos, recoge la caja, envolviendo la tela del paracaídas, que luego los deposita en un camión destartalado de palangana roja, que lo espera junto a una de las casetas de bebidas del caserío, el otro encargo cae en el cerco de una de las casas de veraniegas de Aldea. Con el machete rompe las pitas, como chapear el monte y el artefacto que lo transportó, lo junta y efectúa el mismo procedimiento, sobre la palangana de la troca.
          El otro muchacho, con una caja en los hombros corre hacia el punto de reunión y un tercero se aventura a la reventazón a recuperar una cuarta caja que se jaló la fuerza del mar. El sol ya ha hecho su ingreso a la distancia y el bullicio del poblado se enriquece con los cantos de las aves y los estornudos de los chompipes que recorren los caminitos bajo los árboles de marañon. Los chuchos se ponen a ladrar, gruñendo agresivamente al ponerse al paso de la patrulla que se dirige, con polvazón, a toda prisa hacia la entrada del tortuguero que desemboca en la playa.
          Una emocionante persecución se lleva a cabo, en los linderos de las callejuelas que corren paralelas a los chalets de la playa, donde deambulan los transeúntes, que caminan al trabajo, se ven alterados, por la loca carrera que zangolotea los vehículos en larga carrera que los lleva en dirección a los perseguidos. Los policías, agitados sobre la palangana de la patrulla, se agarran hasta de los dientes para permanecer al tanto de los acontecimientos.
          En el otro rumbo, donde los zanjones son llenados de basura se deslizan los tripulantes que huyen del delito, los cuidadores perennes vestidos de plumas negras, se levantan al vuelo al ver interrumpido su festín de restos. Los zopes han dado saltitos sobre los troncos, acometiendo dentro de las bolsas de plástico apiladas en el agujero. En grupo entran en conflicto para obtener lo mejor de su alimento, negociando con los carroñeros que se lanzan hacia los volcanes de bultos y se dan cita para rescatar sus restos de comida, en las orillas como limpia, las gentes le pegan fuego y se incineran los fardos de papel y otras perchas no reciclables.
          El portón verde, se ha cerrado después de el ingreso del vehículo, tan solo en un vigiadero se ven unos ojos que expectantes siguen la pista del grupo de policías, que al cruzar en la boca calle pierden su presa, se topan con un callejón sin salida y de retorno se incrustan en el poste de un cercado que delimita el campo de pelota, un acelerón que produce una basta nube de polvo, sigue hasta el final del camino que los conduce a la carretera principal. Nadie vio nada, nadie sabe nada. El sargento después de detener la patrulla, desciende, se quita la cachucha y limpia su copioso baño de sudor. En un arranque de frustración y cólera termina con un portazo, del vehículo.
          Después de lanzar no se cuantos  intropelios y maldiciones, se deja llevar con sus compañeros hasta la garita que franquea la estación, donde parapetados con sacos de arena de río, como estado de guerra,  reposan placidamente un piquete de haraganes, dentro de la casuchita, que les sirve de cuartel.
          Han pasado un par de días, el golpe de las olas que se hace mas sonoro cuando cambia la marea, se vuelve remanso e invade los bordos frente a las casetas de palma, acompañándose de la brisa fresca que empapa el rostro de los veraneantes que juegan a castillos y piletas en el lindero de la playa. En hondura que se espesa después de la reventazón, se divisa un barril de metal que flota entre los tumbos, este se acerca o se aleja según el movimiento del mar y boga en un espacio de unos cuantos metros. Dando varios traspiés encallando en la pedrería del recodo de la playa. Uno de los chicos se acerca y con harta sorpresa lo rueda hacia la parte mas seca, haciéndolo su premio, recompensa entregada por el océano.
          Lleno de alegría y con la ayuda de sus amigos, lo encaraman en una carreta y en procesión lo llevan por el camino donde termina la arena, atravesando los sembradillos de pashte, hasta el callejón que da tope con el cementerio, donde los tripulantes del pick up destartalado, les hacen espera.
          El trato ha sido sellado, cada uno de los patojos recibe su recompensa, un billete café claro de Q.100, excepto el chico que fue el que lo encontró, quien recibe un billete azul oscuro que marca Q. 200. Saltando de felicidad cada quien se aleja, haciéndose ilusiones de lo que van a ir a gastar.
          Santo pecado, ignorancia o inocentada, los chirices se engolosinan en sus compras en la tienda, donde después de un chillo, caen en manos de la policía, que investiga de donde salió ese dinero.
          En el ojo de la atalaya del edificio, alguien certifica que no hay nadie en las vecindades, el portón verde de metal se abre. Una lujosa Suburban sale precipitada, seguida de una camioneta 4X4 que la colea, corren en alocada fuga hacia el entronque con la carretera, donde toman el asfalto, metros adelante un retén de soldados y policía acomete, le hace la parada. El rechinido del frenado se hace evidente mas por la camioneta de los guaruras que por descuido casi hace impacto con la otra. Bajo la lupa de varias armas de grueso calibre y una metralla sobre un jeep, los tripulantes de la polarizada son conminados a abandonar los vehículos. Un pelotón de soldados empuña sus armas, mientras los hombres calzados de chalecos antibalas, hacen su descenso estratégico, con el fin de proteger a su capo.
          Hay un cruce de palabras con el pasajero de la Suburban, mas no de balas, que finaliza con la captura del jefón, quien con una sonrisa en la boca se apresta a ser trasladado, hasta la alcaldía del pueblo, pero sin chachas.
          El dinero fluye y los habitantes de la comarca se apostan en el frente del edificio edilicio. Gritan consignas y amenazan a las autoridades. La injusticia que se está a punto de cometer, al detener al DON,  máximo benefactor del pueblo, es imposible. Las piedras empiezan a impactar las paredes del edificio y los machetes se ensañan dentro de la gritería.
          Antes de que reviente el polvorín. El jefe edil, toma la palabra y enfrenta a la turba, que después de las explicaciones, lo previsible, ofrece la liberación del encartado, que en el compás del tiempo, sale vitoreado por la muchedumbre, los vecinos se disipan y desaparecen por la localidad, muchos sobándose la bolsa del pantalón y pensando en que dispondrán de sus pistillos. Fue un error, dijeron, no hay ofendido y menos ofensor, al menos no hay pruebas de todas las acusaciones que fue objeto el DON.
          En el fondo de una cantina en las afueras del pueblo, en una mesa de paisanos, liban, a mas no poder, un grupo compuesto por el Alcalde, su secretario, el jefe de la policía y otros prominentes autoridades. Brindan de bohemios por la suerte del dinero y por el acontecimiento.
---A la salud del DON!--- grita uno.---
--- Si, Sin él este pueblo no sería nada.---.

          A lo lejos se escucha entre los chasquidos de las olas, el motor de una avioneta, que se planea junto a la playa para dejar su cargamento de muerte. Nadie se inmuta de lo que sucede, ya es parte del paisaje.

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