El
cielo anaranjado y oscuro, el día empieza a clarear, la brisa del mar rasura el
rostro de los mozos que se recuestan en la arena, agazapados se hacen a la
espera de la próxima encomienda. Las gaviotas ya se desparraman sobre las olas,
los pelícanos que saludan con sus alas se desperezan en los troncos del
improvisado muelle, donde golpean en espuma los tumbos del salado mar. La
corona del rey sol, se insinúa en el oriente, iluminando la playa, cuando se
levanta la neblina de la húmeda madrugada.
A
la distancia se escucha el sonar de un motor, que haciendo altos y bajos se
desliza a unos cuantos metros sobre la arena. Las fogatas que permanecen
encendidas son avivadas con gasolina para que la visibilidad sea buena, la
avioneta es avistada y se dirige en franca picada hacia el área, rasurando la
cabeza de los hombres en tierra, suelta un par de paracaídas que bambolean
sendos paquetes de regular tamaño, que se somatan en línea frente a las olas.
Amadeo
corre detrás del encargo que cae dentro de las pequeñas olas que se desparraman
en la playa, donde las conchas blancas hacen su aparición junto a los
maratonistas cangrejos venenosos, recoge la caja, envolviendo la tela del
paracaídas, que luego los deposita en un camión destartalado de palangana roja,
que lo espera junto a una de las casetas de bebidas del caserío, el otro
encargo cae en el cerco de una de las casas de veraniegas de Aldea. Con el
machete rompe las pitas, como chapear el monte y el artefacto que lo transportó,
lo junta y efectúa el mismo procedimiento, sobre la palangana de la troca.
El
otro muchacho, con una caja en los hombros corre hacia el punto de reunión y un
tercero se aventura a la reventazón a recuperar una cuarta caja que se jaló la
fuerza del mar. El sol ya ha hecho su ingreso a la distancia y el bullicio del
poblado se enriquece con los cantos de las aves y los estornudos de los
chompipes que recorren los caminitos bajo los árboles de marañon. Los chuchos
se ponen a ladrar, gruñendo agresivamente al ponerse al paso de la patrulla que
se dirige, con polvazón, a toda prisa hacia la entrada del tortuguero que
desemboca en la playa.
Una
emocionante persecución se lleva a cabo, en los linderos de las callejuelas que
corren paralelas a los chalets de la playa, donde deambulan los transeúntes,
que caminan al trabajo, se ven alterados, por la loca carrera que zangolotea
los vehículos en larga carrera que los lleva en dirección a los perseguidos. Los
policías, agitados sobre la palangana de la patrulla, se agarran hasta de los dientes
para permanecer al tanto de los acontecimientos.
En
el otro rumbo, donde los zanjones son llenados de basura se deslizan los
tripulantes que huyen del delito, los cuidadores perennes vestidos de plumas negras,
se levantan al vuelo al ver interrumpido su festín de restos. Los zopes han dado
saltitos sobre los troncos, acometiendo dentro de las bolsas de plástico
apiladas en el agujero. En grupo entran en conflicto para obtener lo mejor de su
alimento, negociando con los carroñeros que se lanzan hacia los volcanes de
bultos y se dan cita para rescatar sus restos de comida, en las orillas como
limpia, las gentes le pegan fuego y se incineran los fardos de papel y otras perchas
no reciclables.
El
portón verde, se ha cerrado después de el ingreso del vehículo, tan solo en un
vigiadero se ven unos ojos que expectantes siguen la pista del grupo de
policías, que al cruzar en la boca calle pierden su presa, se topan con un
callejón sin salida y de retorno se incrustan en el poste de un cercado que
delimita el campo de pelota, un acelerón que produce una basta nube de polvo,
sigue hasta el final del camino que los conduce a la carretera principal. Nadie
vio nada, nadie sabe nada. El sargento después de detener la patrulla,
desciende, se quita la cachucha y limpia su copioso baño de sudor. En un
arranque de frustración y cólera termina con un portazo, del vehículo.
Después
de lanzar no se cuantos intropelios y
maldiciones, se deja llevar con sus compañeros hasta la garita que franquea la
estación, donde parapetados con sacos de arena de río, como estado de
guerra, reposan placidamente un piquete
de haraganes, dentro de la casuchita, que les sirve de cuartel.
Han
pasado un par de días, el golpe de las olas que se hace mas sonoro cuando
cambia la marea, se vuelve remanso e invade los bordos frente a las casetas de
palma, acompañándose de la brisa fresca que empapa el rostro de los veraneantes
que juegan a castillos y piletas en el lindero de la playa. En hondura que se
espesa después de la reventazón, se divisa un barril de metal que flota entre
los tumbos, este se acerca o se aleja según el movimiento del mar y boga en un
espacio de unos cuantos metros. Dando varios traspiés encallando en la pedrería
del recodo de la playa. Uno de los chicos se acerca y con harta sorpresa lo
rueda hacia la parte mas seca, haciéndolo su premio, recompensa entregada por
el océano.
Lleno
de alegría y con la ayuda de sus amigos, lo encaraman en una carreta y en
procesión lo llevan por el camino donde termina la arena, atravesando los
sembradillos de pashte, hasta el callejón que da tope con el cementerio, donde
los tripulantes del pick up destartalado, les hacen espera.
El
trato ha sido sellado, cada uno de los patojos recibe su recompensa, un billete
café claro de Q.100, excepto el chico que fue el que lo encontró, quien recibe
un billete azul oscuro que marca Q. 200. Saltando de felicidad cada quien se
aleja, haciéndose ilusiones de lo que van a ir a gastar.
Santo
pecado, ignorancia o inocentada, los chirices se engolosinan en sus compras en
la tienda, donde después de un chillo, caen en manos de la policía, que
investiga de donde salió ese dinero.
En
el ojo de la atalaya del edificio, alguien certifica que no hay nadie en las
vecindades, el portón verde de metal se abre. Una lujosa Suburban sale
precipitada, seguida de una camioneta 4X4 que la colea, corren en alocada fuga
hacia el entronque con la carretera, donde toman el asfalto, metros adelante un
retén de soldados y policía acomete, le hace la parada. El rechinido del frenado
se hace evidente mas por la camioneta de los guaruras que por descuido casi
hace impacto con la otra. Bajo la lupa de varias armas de grueso calibre y una
metralla sobre un jeep, los tripulantes de la polarizada son conminados a
abandonar los vehículos. Un pelotón de soldados empuña sus armas, mientras los hombres
calzados de chalecos antibalas, hacen su descenso estratégico, con el fin de
proteger a su capo.
Hay
un cruce de palabras con el pasajero de la Suburban, mas no de balas, que finaliza con la captura
del jefón, quien con una sonrisa en la boca se apresta a ser trasladado, hasta
la alcaldía del pueblo, pero sin chachas.
El
dinero fluye y los habitantes de la comarca se apostan en el frente del
edificio edilicio. Gritan consignas y amenazan a las autoridades. La injusticia
que se está a punto de cometer, al detener al DON, máximo benefactor del pueblo, es imposible.
Las piedras empiezan a impactar las paredes del edificio y los machetes se
ensañan dentro de la gritería.
Antes
de que reviente el polvorín. El jefe edil, toma la palabra y enfrenta a la
turba, que después de las explicaciones, lo previsible, ofrece la liberación
del encartado, que en el compás del tiempo, sale vitoreado por la muchedumbre,
los vecinos se disipan y desaparecen por la localidad, muchos sobándose la
bolsa del pantalón y pensando en que dispondrán de sus pistillos. Fue un error,
dijeron, no hay ofendido y menos ofensor, al menos no hay pruebas de todas las
acusaciones que fue objeto el DON.
En
el fondo de una cantina en las afueras del pueblo, en una mesa de paisanos,
liban, a mas no poder, un grupo compuesto por el Alcalde, su secretario, el
jefe de la policía y otros prominentes autoridades. Brindan de bohemios por la
suerte del dinero y por el acontecimiento.
---A la salud del DON!--- grita
uno.---
--- Si, Sin él este pueblo no sería
nada.---.
A
lo lejos se escucha entre los chasquidos de las olas, el motor de una avioneta,
que se planea junto a la playa para dejar su cargamento de muerte. Nadie se
inmuta de lo que sucede, ya es parte del paisaje.
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