Salí
a pintar paredes, apostando a cantar poemas, sentado en la esquina del portal
de un parque, mientras las mariposas se desplegaban jubilosas en la cúpula de
los arbustos. Las parejas armoniosas de los pajarillos hacían piruetas en el
aire, vigilantes se asomaban a ver sus gorriones a la orilla de los nidos. Una
sombrilla de corte artístico que defiende de la soleada mañana, en manos de una
muchacha de angelical figura, se relaja inmersa en la lectura de los escritos
de Becket, suspira entre frases e imagina a un gallardo caballero haciéndole la
corte, en un perfil de enamorado. Mientras mira hacia arriba, reaccionando un
tanto hepática cuando de golpe recibe un bodoque de excreta de ave sobre sus
paraguas.
Pensando
en las musas de mi acervo, tomé mi plantilla de notas registré las novedades
del mandado y unos cuentos de los chirmoles de las santulonas que se dirigen a
la iglesia, cuando en su plática hacen trizas a los vecinos de la cuadra. El
niño que limpia los zapatos entra en persecución de sus clientes que se hacen
los desentendidos cuando él reclama una oportunidad de trabajo. Un perro de
orejas grandes, repasando con el olfato desde mis zapatos hasta la banqueta del
jardín del parque, en reconocimiento de su territorio ya bautizado días antes,
ladra enardecido al sentir de cerca el humor de algún otro cachorro que se
digna acercarse, a olerle tanto el orificio de entrada como el de salida para saludarlo.
Haciendo
un poco de ejercicio me dirigí hasta la otra esquina donde una carreta de
helados se anuncia con un globo, con pintas de ojos grandes y redondos, una
boca de carcajada en rojo, vejiga con helio que apunta hacia el cielo, que vaga
en compañía del carrito. Los chicos juguetones, se prenden de la escotilla y se
encaraman en una de sus llantas con el fin de escoger el sabor del sorbete, metiendo la mano extraen una
cornucopia, la pelan como que fuera banano y la degustan plácidamente. Cuantas
charadas se resaltan en las hojas, travesuras, aventurillas le dan sabor a las
narrativas, descritas en un enjambre de palabras se vierten en estos pasajes,
ideas para dejar plasmado en los corolarios de los cuentos.
En
ocasiones me pierdo en el pensamientos, tratando de visualizar una escena de
dos enamorados que uno frente al otro se llenan de promesas y a hurtadillas se
detienen un instante para darse un beso, a lo mejor furtivo, que dio inicio a
un compromiso en esta calle, a escondidas de la familia. Un SI que se revienta
como botón de flor, esponjando sus pétalos a la luz de la primavera. Caricias que conllevan un movimiento
de indiferencia dándole la espalda a la pareja, pero sin soltarle la mano, que
apunta a una aventura que luego en un cómico baile de ella, retorna a toparse
de pecho, en las solapas del agraviado, con su cabeza un tanto agachada en
sumisión, acepta el noviazgo, sin mediar palabra. Luego se produce una carrera de
grandes zancadas de la chica al percibir la presencia de alguien conocido que
la pueda chismear como informante a sus padres. Allí termina el idilio que a lo
mejor se repite en los días subsiguientes o en otro tramo de la glorieta.
Recostado
en una banca arremolinado por un grupo de moscas se encuentra el desprestigiado
bolito, que duerme la mona abrazado de una botella, víctima de pies descalzos,
que perdió su indumentaria a manos de algún listo que lo encontró fondeado. De
pelo alborotado y pegajoso se arrumaca a medida que la banca le queda estrecha.
De pronto un gendarme de la vigilancia se le acerca y lo conmina a levantarse,
a topes y empujones abandona el sitio para luego dirigirse algún otro callejón
que le de cobijo, o en el salón cubierto de aserrín de la recién abierta
cantina, donde no tarda en salir lanzado con lujo de fuerza a mitad de la
calle.
Me
arreglé los espejuelos, pasándoles la esquina de un pañuelo y deteniéndolos
adecuadamente sobre la nariz, sacudí mi pantalón, especialmente de la parte trasera,
por aquello de las empolvadas, tomé paso
hacia la escalinata del atrio, donde varios chicos y feligreses se reunieron
para ver el baile de los Moros. Ocho sujetos vestidos de chaquetones de rojo
con dorado, con sus representativas máscaras, la mitad blancos ladinos de
cabellera amarilla, el resto negros con canelones, que usan sombreros de petate y sendos pañuelos de
rasgos multicolores estampados en blanco. Los machetes brillantes cuando rascan
en el suelo, soltando chispas a los pies de los que observan, donde se retan y
combaten en el baile de un son, bajo el ritmo del tambor y el estridente sonido
de la chirimía; los muchachos se corren de un lado al otro para evitar estar en
contacto con los filosos espadines. Pero esa es la gracia del convite.
Las
señoras de mantilla y con rosario colgado del regazo, le hacen valla al señor
cura que en compañía del Santísimo sale a la puerta de la iglesia a impartir la
bendición, los acólitos ágilmente bambolean los recipientes de las brazas, para
cubrir con nubes aromáticas de humo del incienso el inicio del cortejo
procesional. Los cantos de la feligresía abren el espacio que luego secunda la
banda, con su música popular para darle sabor a chapinlandia en su trayecto. La
vuelta es alrededor de la rotonda del parque, con todos los signos de solemnidad
para los parroquianos que se acercan curiosos a su paso coadyuvando con la
quemada de las bombas de tubo y los cohetillos saltarines, que le dan sabor a la fiesta de la liturgia.
Cargado
de un cúmulo de apuntes, muchos de ellos garabatos, de mis propias
inspiradoras, que después al pasar en limpio, transformo en huellas picantes,
gracias a las musas doy vida a los sucesos diarios, previo al siguiente paso que
es abortarlo al papel, me entretuve antes de llegar a casa, pasando por la
pulpería donde convidado por el apetito, me establecí en una mesa cubierta de
un manto de linóleo color azul con figuras de frutos, de diversos tamaños. El
plato del día es el cak´ic, caldo de chunto con toda una variedad de chiles,
acompañado de tamalitos de masa, bien me cae un chela, a boca de botella
después de soltarle unos granos de sal, me la empino, el elixir bien frío me refrescó, lo que por supuesto me indujo a mayor apetito
del caldo colorado, el que disfruté con sobrada alegría, una raja de pierna de
chompipe, que estaba en su punto. Encima de todo hay postre y aunque mi
estómago me dice ya no, la calía me hace embucharme un trozo de dulce de
camote. Me persigné, dando gracias retirándome ha disfrutar de una pequeña
siesta en la hamaca del patio de la vivienda.
Mas
tarde, revisé el periódico del día, con las desagradables tragicomedias de
costumbre, hice énfasis en la página deportiva donde se suman los fracasos del
mentado futbol, las notas relacionadas con eventos sociales, los casamientos,
las esquelas de los que van a estar ausentes, las historietas etc. Tomé
entonces mis cuadernos y lo espulgué para reconocer alguna anécdota que me
llegue, que me haga explorar en mi inventiva, tejer una historia que me permita
describir paso a paso el trayecto hacia una pinta del pasado antes que me falle
la memoria.
Hoy
mi imaginación va con la visita de una gitana, si de las que leen las cartas, de
las que en su carreta de magia escurren las historias mas inverosímiles
vivencias de su raza, que incitan a crear un escenario de bellas bailarinas del
beli dance, que raptadas por un Jeque del medio oriente, las obliga a convertirse
en espectáculo de su corte en el harem de sus concubinas. La trama transcurre
en el tiempo, cuando una conquista de las arenas del desierto se desarrolla una
batalla, con el señor de las estepas, quien en triunfante actuación libera a
las odaliscas, que rendidas a sus pies se ven relevadas de su cautiverio.
Ton
toron ton ton, suenan los redoblantes mientras el ciento de soldaditos de plomo
arremeten en el campo, se hacen acompañar por los juguetes de madera, en su
marcha por las colinas donde los enemigos plásticos armados de arcos y flechas
defienden sus posiciones. Caballos y jinetes vaqueros enfrentados en la sabana,
el ingenio de dos niños como mariscales, diseñan sus estrategias de su
interesante juego de la guerra.
La
tarde noche me tomó por sorpresa, la silbatina de las aves en los árboles que
franquean la casa, que me hacen asomarme a la ventana para contemplar los
hermosos celajes del poniente, que significan un sol jugando a las escondidas
tras las montañas, huyendo del manto de la oscuridad que cubre el espacio. Las
lucecitas que titilan en cada uno de los postes del alumbrado, mientras cae
suavemente el principio de la noche, mostrando en ráfagas de viento que viajan
como a hurtadillas por los rincones, a lo lejos se escuchan los latidos de los
perros que intuyen el paso de almas en pena y espíritus chocarreros por los callejones
de las húmedas avenidas.
En
el escritorio, desordenados los montones de papeles con los “no me olvides”, allí
sentadas a la par mis amigas inspiradoras, dictan en pequeños trozos, los
recuerdos y las nuevas vibras para ingeniar un apoteósico baile de máscaras en
un carnaval de grandes palacios, con lluvias de confetis y figuras de arlequín,
haciendo maquiavélicos saltos, donde las danzas entonan las niñas en persecución
de los sátiros disfrazados de cupido que les levantan las naguas de múltiples
fustanes en los anchos faldones de crepe. Los violines armónicos disparan en
sus notas del minueto, y los casanovas se inclinan en hurtar mas que los besos
de las damiselas, las débiles se desmayan en sus brazos, cuando los sarcásticos
lobos de la inquisición, logran introducir sus garras en las áreas púdicas de
sus víctimas.
Los
duelos se vuelven tradicionales, en 14 pasos de espalda y luego voltearse para
el uso de la pistola. Los espadachines diestros hacen gala de su esgrima para
pespuntar al agraviado, con un touche de muerte, con padrinos que certifican
que no hubo trampa en el cotejo, que siempre termina en un honrado entierro y a
lo mejor no del ofendido.
La
planta del orégano que crece en el patio de la casa, cuyo aroma lo transporta a
una gastronomía singular, se envejece junto a los geranios que dan vida con sus
hermosas flores, son los monos hechos de raíces de un árbol de la Alta Verapaz, donde transportan
en su cabeza la Monja
blanca, que crece y florea en áreas húmedas y de intrincados bosques, fuente de
inspiración del alma kek´chí, con sus sonsonete de canción del KIMARRINA NOLA,
que me transportan en algún lugar de mi niñez. Verdes remembranzas de la laguna
del Petencito, de la pesca, de la bebida del boj, los curanderos y los chamanes
de las montañas de la villa de San Cristóbal. Pasado aquel que me estimula los
sentidos, de las callecitas rumbo al calvario, que tras larga caminata en
ascenso, muestra la pequeña capilla llena de humo y paredes tapizadas del
hollín que pinta hasta los santos.
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