jueves, 12 de septiembre de 2013

EL TIRO DE GRACIA



          El cielo tronaba constantemente, la lluvia se derramaba en cántaros cuando los relámpagos se cruzaban en el firmamento tras los espectros de las nubes, incendiadas por los rayos, mostrando como pintura en blanco y negro lo oscuro de la tormenta. Los goterones que caían constantemente se derramaban matizando la humedad sobre las calles, golpeando con la salpicada del agua las láminas del poblado.
          En destino inundaba las alcantarillas, mientras sacudían en las aceras, las bancas y faroles, goterones cayendo sobre los adoquines sellados con cemento por donde las llantas circulaban estrepitosas sobre los charcos que se han formado en los rincones de la avenida.
          Junto a los paraguas de los transeúntes que se extienden en carrera para minimizar la mojada bajo las cornisas que se estiran sobre los pasajes con movimiento de los pobladores cuando se dirigen a paso ligero sorteando los húmedos callejones de las cercanías del parque.
          La tenue luz que apenas señalaba la carátula del reloj de la antañona iglesia, se regocijaba al marcar la hora en punto y luego desencadenar las campanas que señalaban un toque por hora de transcurso. Todo el mundo se sacude los pies en la entrada del templo, mientras la señora de las reliquias se aposta para ofrecer los libritos de los salmos, las estampillas de los santos mas populares en la comarca, cubierto de sombrero de palma con una capa de nylon amarillo se detiene junto a la puerta el vendedor de los números de la lotería, en sus manos con un ramillete de billetes, ofreciendo la suerte.
          Hoy a pesar de la lluvia la iglesia se ha visto concurrida, los marchantes que dejan en el rincón su venta, se hincan, con veladoras en mano se dirigen en sus criollas oraciones al Man´tiosh, para pedirle por sus penas. Los acólitos, llevan de un lado a otro los incensarios y el repique de la campanilla anunciando la exposición del Santísimo.
          El cura ya encaramado en el púlpito, proclama la bendición reclamando en sus salmos la defensa de sus fieles, agrede a las autoridades por los vejámenes al pueblo, cuantos inocentes han sido arrastrado a las cárceles simplemente por defender su libertad. Su comer, su vivir, mientras los que se autonombran defensores del populacho, se ven destrozados por las botas de la milicia, que por miedo matan, para no perder sus granjerías que les da el poder.
          El rechinido de vehículos que se apostan en las entradas, el tropel de varios piquetes de soldados que se introducen escandalosamente, hasta el centro de la iglesia. El ruido que espanta hasta las palomas que se guarnecen en los dinteles de los altares, espantando a las cachurecas de manto negro que repasan los rosarios frente al altar mayor, o que se apilan en el pedestal del confesionario.
          El cura con su camisón blanco desciende del púlpito, los enfrenta, con estola en el cuello y una biblia en su derecha, los conmina a detenerse. Con sus manos en alto, suplica en nombre del Dios, que detengan la guerra que involucra hasta sus fieles. El espacio se llena de lamentos, gritos que hacen temblar hasta las candelas, mientras un cerco de hombre camina entre las bancas copando a los asistentes hasta empujarlos a los reclinatorios de primera fila.
          En medio de la soldadesca aparece un oficial, con pistola en mano, dirige la afrenta, señala insistentemente al sacerdote a quien acusa de sedición frente a sus feligreses. A la orden de FUEGO!, la matraca se ensaña y escupe fuego, el cura cae primero, mientras uno a uno se van revolcados los inocentes que permanecían mas que temerosos cubriéndose de las balas traicioneras que les salpicaban en dolor y sangre.
          El humo de los fusiles se acompañan de los destrozos en bancas, los trozos de pared, los cristales rotos de los escaparates que resguardan a los santos, múltiples disparos que han rebotado a todo lo ancho han dejado una estela de muerte que jatea los cadáveres de los inocentes campesinos, que de escuchas se han transformado en víctimas de una masacre. Alguien se acerca al padrecito que tirado boca abajo, culmina con los estertores de su vida, luego del Tiro de gracia, el oficial da media vuelta y se dirige hasta la entrada, en su retorno observa a un acólito preso de pánico tratando de escapar, se asoma en la entrada del campanario, pero se encuentra en el trayecto de una bala de la cuarenta y cinco que lo estampan en el graderío, dejándolo sin resuello.
          Las botas se somatan en el atrio de la iglesia cuando en formación, los asesinos se forman en escuadras tras la orden que los incita a subirse al camión que los espera en un final de mortal hazaña. El convoy se retira dejando la acción en el olvido. La llovizna se hace necia y suelta su manto sobre el lugar.
          El cielo siempre amaneció nublado, con recelo y mucho temor de las gentes se aproximan hasta el templo, el tiempo se ha detenido para los familiares que en búsqueda de consuelo se asoman para verificar a sus familiares caídos, aun con las puertas abiertas el templo, persiste el aroma de pólvora, con las macabras señales de una súbita muerte, que reúne almas.
          La noticia corre como reguero en llamas, los boletines emanados de la comandancia de la base militar, son los únicos informantes, a manera para no tener intervención de la prensa, solamente las noticias de los órganos oficiales quien desde su palco de prensa se limita a transcribir. Titulares como, “Grupo de Sediciosos sorprendidos dentro del templo de San Cayetano, se destacan en la primera plana de uno de los periódicos pro gobiernista.
          Varios días después, una cuarentena de ataúdes se enfila en la nave central del templo, los pocos dolientes, familiares de los asesinados, se hincan mientras rezan los responsos y tras una cubeta de agua que bañan con una escobilla de agua bendita sobre cada una de los ataúdes de pino. No hay coronas y los pequeños ramos de flores son apostadas en la tapadera de las cajas. La solemne procesión se inicia desde el atrio del templo, encabezada por el féretro del sacerdote,  calle abajo, rumbo al camposanto. Los dolientes enjugan sus lágrimas con los rezos, letanías que se repiten cada vez mas en el trayecto donde grupos de pobladores se adhieren a la caravana, en rechazo silencioso a la masacre.
          Las calles han quedado desoladas, los comercios permanecen cerrados, enseñando un crespón negro en sus puertas, el día pálido se estremece por la congoja, el viento suspira el ambiente de sepelio.
          Lejos en la cordillera, el humo de un fogarón, se asoma por encima de las copas de los cipreses, arrastrando las cargadas mochilas la columna de soldados se arremeten en las veredas, donde el olor de la quemazón les guía hacia el campamento que permanece oculto entre los matorrales. Los oficiales a cargo refrendan las ordenes en búsqueda de los sediciosos, los ruidos de la montaña muestran en solitario, agachados saltan desde un zanjón cayendo a una planicie, donde las trampas caza bobos hacen su labor, estacas venenosas que acribillan a la primera línea, luego el estruendo cuando  explotan las cleimor, que despedazan a unos cuantos. Todos se aprestan con plan de huida, los asustados corren dejando sus heridos a su paso, mientras un rosario de balas triangula en el campo de batalla haciendo que caigan sin vida.          El silencio se hace evidente, no hay respuesta a los ataques de disparos, nadie sabe de donde provienen. Los de alto grado que se ven sorprendidos cuando son atravesados por las esquirlas de las granadas de fragmentación, ya ni los gritos conminan a los miedosos desertores que se desparraman hacia todos lados buscando su salvación, diezmada la tropa, con los muertos abandonados, los integrantes de la guerrilla aparecen dentro de los árboles, con su vestimenta de hojarasca que les esconde sus enemigos.
          El oficial al mando cayó con una herida en el pecho, respira superficialmente, la herida no le permite levantarse, la sangre le ha manchado el uniforme y sus hálitos de vida se asoman a punto de escapar, el compañero de la columna guerrillera se acerca y sin mediar palabra, con una 38 en mano, se la coloca en la frente.
          Un disparo se deja escucha en el eco de la montaña, haciendo remembranza de lo acontecido unos días antes.
--- ¡UN TIRO DE GRACIA!     
        

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