El
cielo tronaba constantemente, la lluvia se derramaba en cántaros cuando los
relámpagos se cruzaban en el firmamento tras los espectros de las nubes,
incendiadas por los rayos, mostrando como pintura en blanco y negro lo oscuro
de la tormenta. Los goterones que caían constantemente se derramaban matizando
la humedad sobre las calles, golpeando con la salpicada del agua las láminas
del poblado.
En
destino inundaba las alcantarillas, mientras sacudían en las aceras, las bancas
y faroles, goterones cayendo sobre los adoquines sellados con cemento por donde
las llantas circulaban estrepitosas sobre los charcos que se han formado en los
rincones de la avenida.
Junto
a los paraguas de los transeúntes que se extienden en carrera para minimizar la
mojada bajo las cornisas que se estiran sobre los pasajes con movimiento de los
pobladores cuando se dirigen a paso ligero sorteando los húmedos callejones de
las cercanías del parque.
La
tenue luz que apenas señalaba la carátula del reloj de la antañona iglesia, se
regocijaba al marcar la hora en punto y luego desencadenar las campanas que
señalaban un toque por hora de transcurso. Todo el mundo se sacude los pies en
la entrada del templo, mientras la señora de las reliquias se aposta para
ofrecer los libritos de los salmos, las estampillas de los santos mas populares
en la comarca, cubierto de sombrero de palma con una capa de nylon amarillo se
detiene junto a la puerta el vendedor de los números de la lotería, en sus
manos con un ramillete de billetes, ofreciendo la suerte.
Hoy
a pesar de la lluvia la iglesia se ha visto concurrida, los marchantes que
dejan en el rincón su venta, se hincan, con veladoras en mano se dirigen en sus
criollas oraciones al Man´tiosh, para pedirle por sus penas. Los acólitos,
llevan de un lado a otro los incensarios y el repique de la campanilla
anunciando la exposición del Santísimo.
El
cura ya encaramado en el púlpito, proclama la bendición reclamando en sus
salmos la defensa de sus fieles, agrede a las autoridades por los vejámenes al
pueblo, cuantos inocentes han sido arrastrado a las cárceles simplemente por
defender su libertad. Su comer, su vivir, mientras los que se autonombran
defensores del populacho, se ven destrozados por las botas de la milicia, que
por miedo matan, para no perder sus granjerías que les da el poder.
El
rechinido de vehículos que se apostan en las entradas, el tropel de varios
piquetes de soldados que se introducen escandalosamente, hasta el centro de la
iglesia. El ruido que espanta hasta las palomas que se guarnecen en los
dinteles de los altares, espantando a las cachurecas de manto negro que repasan
los rosarios frente al altar mayor, o que se apilan en el pedestal del
confesionario.
El
cura con su camisón blanco desciende del púlpito, los enfrenta, con estola en
el cuello y una biblia en su derecha, los conmina a detenerse. Con sus manos en
alto, suplica en nombre del Dios, que detengan la guerra que involucra hasta
sus fieles. El espacio se llena de lamentos, gritos que hacen temblar hasta las
candelas, mientras un cerco de hombre camina entre las bancas copando a los asistentes
hasta empujarlos a los reclinatorios de primera fila.
En
medio de la soldadesca aparece un oficial, con pistola en mano, dirige la
afrenta, señala insistentemente al sacerdote a quien acusa de sedición frente a
sus feligreses. A la orden de FUEGO!, la matraca se ensaña y escupe fuego, el
cura cae primero, mientras uno a uno se van revolcados los inocentes que
permanecían mas que temerosos cubriéndose de las balas traicioneras que les
salpicaban en dolor y sangre.
El
humo de los fusiles se acompañan de los destrozos en bancas, los trozos de
pared, los cristales rotos de los escaparates que resguardan a los santos,
múltiples disparos que han rebotado a todo lo ancho han dejado una estela de
muerte que jatea los cadáveres de los inocentes campesinos, que de escuchas se
han transformado en víctimas de una masacre. Alguien se acerca al padrecito que
tirado boca abajo, culmina con los estertores de su vida, luego del Tiro de
gracia, el oficial da media vuelta y se dirige hasta la entrada, en su retorno
observa a un acólito preso de pánico tratando de escapar, se asoma en la
entrada del campanario, pero se encuentra en el trayecto de una bala de la
cuarenta y cinco que lo estampan en el graderío, dejándolo sin resuello.
Las
botas se somatan en el atrio de la iglesia cuando en formación, los asesinos se
forman en escuadras tras la orden que los incita a subirse al camión que los
espera en un final de mortal hazaña. El convoy se retira dejando la acción en
el olvido. La llovizna se hace necia y suelta su manto sobre el lugar.
El
cielo siempre amaneció nublado, con recelo y mucho temor de las gentes se
aproximan hasta el templo, el tiempo se ha detenido para los familiares que en
búsqueda de consuelo se asoman para verificar a sus familiares caídos, aun con
las puertas abiertas el templo, persiste el aroma de pólvora, con las macabras señales
de una súbita muerte, que reúne almas.
La
noticia corre como reguero en llamas, los boletines emanados de la comandancia
de la base militar, son los únicos informantes, a manera para no tener
intervención de la prensa, solamente las noticias de los órganos oficiales
quien desde su palco de prensa se limita a transcribir. Titulares como, “Grupo
de Sediciosos sorprendidos dentro del templo de San Cayetano, se destacan en la
primera plana de uno de los periódicos pro gobiernista.
Varios
días después, una cuarentena de ataúdes se enfila en la nave central del
templo, los pocos dolientes, familiares de los asesinados, se hincan mientras
rezan los responsos y tras una cubeta de agua que bañan con una escobilla de
agua bendita sobre cada una de los ataúdes de pino. No hay coronas y los
pequeños ramos de flores son apostadas en la tapadera de las cajas. La solemne
procesión se inicia desde el atrio del templo, encabezada por el féretro del
sacerdote, calle abajo, rumbo al
camposanto. Los dolientes enjugan sus lágrimas con los rezos, letanías que se
repiten cada vez mas en el trayecto donde grupos de pobladores se adhieren a la
caravana, en rechazo silencioso a la masacre.
Las
calles han quedado desoladas, los comercios permanecen cerrados, enseñando un
crespón negro en sus puertas, el día pálido se estremece por la congoja, el
viento suspira el ambiente de sepelio.
Lejos
en la cordillera, el humo de un fogarón, se asoma por encima de las copas de los
cipreses, arrastrando las cargadas mochilas la columna de soldados se arremeten
en las veredas, donde el olor de la quemazón les guía hacia el campamento que
permanece oculto entre los matorrales. Los oficiales a cargo refrendan las
ordenes en búsqueda de los sediciosos, los ruidos de la montaña muestran en
solitario, agachados saltan desde un zanjón cayendo a una planicie, donde las
trampas caza bobos hacen su labor, estacas venenosas que acribillan a la
primera línea, luego el estruendo cuando
explotan las cleimor, que despedazan a unos cuantos. Todos se aprestan
con plan de huida, los asustados corren dejando sus heridos a su paso, mientras
un rosario de balas triangula en el campo de batalla haciendo que caigan sin
vida. El silencio se hace
evidente, no hay respuesta a los ataques de disparos, nadie sabe de donde
provienen. Los de alto grado que se ven sorprendidos cuando son atravesados por
las esquirlas de las granadas de fragmentación, ya ni los gritos conminan a los
miedosos desertores que se desparraman hacia todos lados buscando su salvación,
diezmada la tropa, con los muertos abandonados, los integrantes de la guerrilla
aparecen dentro de los árboles, con su vestimenta de hojarasca que les esconde
sus enemigos.
El
oficial al mando cayó con una herida en el pecho, respira superficialmente, la
herida no le permite levantarse, la sangre le ha manchado el uniforme y sus
hálitos de vida se asoman a punto de escapar, el compañero de la columna
guerrillera se acerca y sin mediar palabra, con una 38 en mano, se la coloca en
la frente.
Un
disparo se deja escucha en el eco de la montaña, haciendo remembranza de lo
acontecido unos días antes.
--- ¡UN TIRO DE GRACIA!
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