Detrás
de las altas paredes de roca, piedra sobre piedra añejadas por el paso del
tiempo, amalgamadas en mil formas por el viento, son las exóticas murallas
envueltas en hiedra del caserón ya triste y casi tirado al abandono, que dando
paso a los vestigios de su construcción de arte medioeval. Grandes cúpulas,
enormes pasadizos que corren milenarios entre habitaciones, capillas, grandes
naves que se escuchan solitarias. Solo el aroma del incienso se prodiga por
doquier, olor de consumidas candelas, que resuenan con los cánticos de la
música sacra, que viene de los adentros
En
la terraza del convento se deslizan armónicas las monjas de vestido negro y
blanco con amplios birretes que ocultan sus cabellos, viajan de dos en dos y
con las manos ocultas en los sobrantes de los hábitos, repasan con las
oraciones las letanías repetitivas de sus clamar cuando religiosamente se
dirigen a su diaria conducción a sus cubículos de descanso donde permanecerán
en encierro antes de que el sol se haga de nuevo presente.
Los
habitáculos compuestos de una cama hecha de piedra, un cajón de madera rústica, acuñado en una de
las esquinas, una mesa con un taburete, casi una mesa, que permanece en el
centro, encima del cual un candelabro, siempre manchado de cera de la única
candela a medio quemar, cuya mecha se encorva tiesa por permanecer apagada. Una
cruz de madera en la cabecera, que sostiene la fe de las beatas, un crucifijo
que muestra el martirio de la corona de espinas, en la penumbra de la contraluz.
Las
cuentas del rosario que vuelven a ser repasadas, mientras las monjas de
rodillas, somata su pecho santulón, reposan de pies descalzos sobre la loza que
le sirve de reclinatorio. En la parte superior de la pared, casi donde termina
el cielo, una pequeña ventila que permite que la habitación reciba aire. El
pesado madero de la puerta que cruje cuando se pretende abrir, permanece
cerrado mediante un aldabón que esclaviza por dentro a las mujeres que de
cuenta propia se han hecho acreedoras a portar los votos de religiosas.
En
el interior del edificio, las cúpulas de los corredores se enfrentan a los arcos
de los jardines que pintados de flores de todos los colores, se jactan de
primavera, lozana una fuente que se muestra en el centro, chorrea de los cuatro
costados agua que cae estrepitosamente a la pileta de mas abajo, donde los
clarineros se duchan alegremente, cantando en la despedida del día, los celajes
marrón que señalan el advenimiento de la tarde noche, que apaga paulatinamente
la luz dando paso a la concertina de las chicharras vespertinas.
En
las afueras, el templo invita al tin tilín de la señal de la consagración, los
fieles invaden el salón, que deja evacuar las olas del incienso que se disuelve
en humo, todo el mundo platica en rezo, se persignan y acompañan al coro en los
salmos mientras el cura celebra la hora santa. Los monaguillos de rojo, apagan
los carbones con incienso, para sacudirlo en la asistencia menesterosa al padre
que con mantilla y morada estola ruega al buen Dios por bendiciones. Los cachurecos
de la calle que asisten, aglomerados acompañan las instancias hasta el final del
rezo, cuando abandonan en fila india para en penitencia correr a sus hogares,
llevando las buenas nuevas a sus familias, han dejando solitario el templo, las
candelas han sido apagadas y las puertas han sido cerradas luego de escuchar el
sonido arrítmico de las campanas.
Las
rosas sueltan su aroma y los cajetes dan de olor a su inspiración, el jardín agita
su estampa, mientras una sombra deambula por sus alrededores, las flores se
marchitan a su paso y el sigilo de sus sandalias muestra su maléfica presencia,
arrastrando sus pasos se dirigen hasta la puerta de ingreso al campanario.
Tímidas las campanas se mecen junto al viento, tiritando de miedo cuando les
sacuden sus lazos para hacerlas resonar, el tañido es tembloroso y el eco
infunde temor a la distancia, el poco ritmo impuesto hace que se aloquen en su buen
sonar.
La
sombra se enardece, vuela por pasajes y rincones, dejando una estela de miedo
en las paredes, el sonido de su viaje se hace sordo cuando en la cúpula mayor
de la abadía del convento se deja escuchar.
---¡ IRUSIRABI…!--- la escalofriante
voz, resuena por todos los rincones del templo. Se repite incansablemente por
espacio de varios minutos.
Las
beatas novicias, se ponen angustiadas al escuchar los desgarrantes gritos, no
se atreven ni asomarse a la puerta de sus claustros, algunas se tapan las
orejas para ignorar, otras se hincan sobre sus propias camas a rezar en voz alta. Mientras los gritos
continúan a lo ancho de los pasadizos.
---¡ IRUSIRABI…!--- golpea nuevamente el
resabio de los vientos que recorren las puertas de los cubículos.
En
la habitación de la superiora, hay concilio de ancianas, las que se truenan los
dedos mientras aprietan el crucifijo en sus cordones que representan sus votos,
la mas vieja permanece sentada al no soportar el temblor de piernas que le
sacude el hábito. Sacando fuerzas de flaqueza proponen investigar el fenómeno
saliendo de la habitación hacia la nave central unas apretadas contra las
otras, balbuceando en voz baja las oraciones que les reconfortan pero no les
quitan el miedo. Eso las hace movilizarse a través de los grandes pasadizos
para reconfortar al resto de las beatas, que aun permanecen escondidas. Una a
una salen arreglándose los hábitos y los capotes en búsqueda de un lugar para
guarecer en el centro del altar del templo.
Tan
solo una puerta permaneció cerrada, los sonidos extraños y de suplicio se
manifestaron en su interior, hasta finalizar en silencio sepulcral. A pesar del
desvelo todas permanecieron de rodillas frente al altar repasando salmos y
elevando rezos a todos los santos. Encargando a los ángeles la protección de su
orden y el perdón de las faltas cometidas. Poco a poco los rayos del sol se
hicieron presentes dejando una estela de frío viento por todos los rincones, la
vida silvestre se dejó escuchar en las afueras dando paso al día, las campanas
enmudecidas por no tener quien las sacuda, se cubre por gotas de rocío que
escurren por su orilla.
La
comitiva de las antiguas se hace presente al darse cuenta de la ausencia de una
de las novicias, la superiora con un crucifijo en la mano enfrenta la puerta de
entrada del cubículo, que permanece cerrado por dentro. Somatan el madero para
hacerse escuchar urgiendo que abran el aldabón, pero sin ninguna respuesta.
Múltiples esfuerzas se realizan pero el portón no cede, el asistente , mozo de
la limpieza es requerido quien rompe en pestillo del aldabón y la puerta cede.
Un extraño viento corre de adentro
hacia fuera y la habitación permanece en total oscuridad, un tanto temerosa la monja ingresa
sigilosamente al interior, termina de abrir el portón y tropieza con la mesita,
varias candelas aparecen en el público para dar luz a la habitación, el aire se
encuentra enrarecido y la ventana del techo se encuentra obstruida. Dos pasos
adelante descubren que la beata se encuentra acostada, cubierta con su hábito,
con mucha delicadeza se acerca y la toca.
---Aaaayy!--- un grito desgarrador
que la hace salir huyendo del lugar.
Todas las asistentes en las afueras
se les crispa la piel y palidecen del pánico. La más antigua de las monjas,
junto a la superiora penetran con un crucifijo en una mano y unas candelas.
Hasta encontrar el macabro hallazgo. Recostada en su cama de piedra reposa un
esqueleto cubierto por las ropas desgarradas de la novicia y sostiene en sus
huesudas manos una flor de cajete, marchita…
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