miércoles, 4 de septiembre de 2013

EL CONVENTO



           Detrás de las altas paredes de roca, piedra sobre piedra añejadas por el paso del tiempo, amalgamadas en mil formas por el viento, son las exóticas murallas envueltas en hiedra del caserón ya triste y casi tirado al abandono, que dando paso a los vestigios de su construcción de arte medioeval. Grandes cúpulas, enormes pasadizos que corren milenarios entre habitaciones, capillas, grandes naves que se escuchan solitarias. Solo el aroma del incienso se prodiga por doquier, olor de consumidas candelas, que resuenan con los cánticos de la música sacra, que viene de los adentros  
          En la terraza del convento se deslizan armónicas las monjas de vestido negro y blanco con amplios birretes que ocultan sus cabellos, viajan de dos en dos y con las manos ocultas en los sobrantes de los hábitos, repasan con las oraciones las letanías repetitivas de sus clamar cuando religiosamente se dirigen a su diaria conducción a sus cubículos de descanso donde permanecerán en encierro antes de que el sol se haga de nuevo presente.
          Los habitáculos compuestos de una cama hecha de piedra,  un cajón de madera rústica, acuñado en una de las esquinas, una mesa con un taburete, casi una mesa, que permanece en el centro, encima del cual un candelabro, siempre manchado de cera de la única candela a medio quemar, cuya mecha se encorva tiesa por permanecer apagada. Una cruz de madera en la cabecera, que sostiene la fe de las beatas, un crucifijo que muestra el martirio de la corona de espinas, en la penumbra de la contraluz.
          Las cuentas del rosario que vuelven a ser repasadas, mientras las monjas de rodillas, somata su pecho santulón, reposan de pies descalzos sobre la loza que le sirve de reclinatorio. En la parte superior de la pared, casi donde termina el cielo, una pequeña ventila que permite que la habitación reciba aire. El pesado madero de la puerta que cruje cuando se pretende abrir, permanece cerrado mediante un aldabón que esclaviza por dentro a las mujeres que de cuenta propia se han hecho acreedoras a portar los votos de religiosas.
          En el interior del edificio, las cúpulas de los corredores se enfrentan a los arcos de los jardines que pintados de flores de todos los colores, se jactan de primavera, lozana una fuente que se muestra en el centro, chorrea de los cuatro costados agua que cae estrepitosamente a la pileta de mas abajo, donde los clarineros se duchan alegremente, cantando en la despedida del día, los celajes marrón que señalan el advenimiento de la tarde noche, que apaga paulatinamente la luz dando paso a la concertina de las chicharras vespertinas.
          En las afueras, el templo invita al tin tilín de la señal de la consagración, los fieles invaden el salón, que deja evacuar las olas del incienso que se disuelve en humo, todo el mundo platica en rezo, se persignan y acompañan al coro en los salmos mientras el cura celebra la hora santa. Los monaguillos de rojo, apagan los carbones con incienso, para sacudirlo en la asistencia menesterosa al padre que con mantilla y morada estola ruega al buen Dios por bendiciones. Los cachurecos de la calle que asisten, aglomerados acompañan las instancias hasta el final del rezo, cuando abandonan en fila india para en penitencia correr a sus hogares, llevando las buenas nuevas a sus familias, han dejando solitario el templo, las candelas han sido apagadas y las puertas han sido cerradas luego de escuchar el sonido arrítmico de las campanas.
          Las rosas sueltan su aroma y los cajetes dan de olor a su inspiración, el jardín agita su estampa, mientras una sombra deambula por sus alrededores, las flores se marchitan a su paso y el sigilo de sus sandalias muestra su maléfica presencia, arrastrando sus pasos se dirigen hasta la puerta de ingreso al campanario. Tímidas las campanas se mecen junto al viento, tiritando de miedo cuando les sacuden sus lazos para hacerlas resonar, el tañido es tembloroso y el eco infunde temor a la distancia, el poco ritmo impuesto hace que se aloquen en su buen sonar.
          La sombra se enardece, vuela por pasajes y rincones, dejando una estela de miedo en las paredes, el sonido de su viaje se hace sordo cuando en la cúpula mayor de la abadía del convento se deja escuchar.
---¡ IRUSIRABI…!--- la escalofriante voz, resuena por todos los rincones del templo. Se repite incansablemente por espacio de varios minutos.
          Las beatas novicias, se ponen angustiadas al escuchar los desgarrantes gritos, no se atreven ni asomarse a la puerta de sus claustros, algunas se tapan las orejas para ignorar, otras se hincan sobre sus propias camas  a rezar en voz alta. Mientras los gritos continúan a lo ancho de los pasadizos.
 ---¡ IRUSIRABI…!--- golpea nuevamente el resabio de los vientos que recorren las puertas de los cubículos.
          En la habitación de la superiora, hay concilio de ancianas, las que se truenan los dedos mientras aprietan el crucifijo en sus cordones que representan sus votos, la mas vieja permanece sentada al no soportar el temblor de piernas que le sacude el hábito. Sacando fuerzas de flaqueza proponen investigar el fenómeno saliendo de la habitación hacia la nave central unas apretadas contra las otras, balbuceando en voz baja las oraciones que les reconfortan pero no les quitan el miedo. Eso las hace movilizarse a través de los grandes pasadizos para reconfortar al resto de las beatas, que aun permanecen escondidas. Una a una salen arreglándose los hábitos y los capotes en búsqueda de un lugar para guarecer en el centro del altar del templo.
          Tan solo una puerta permaneció cerrada, los sonidos extraños y de suplicio se manifestaron en su interior, hasta finalizar en silencio sepulcral. A pesar del desvelo todas permanecieron de rodillas frente al altar repasando salmos y elevando rezos a todos los santos. Encargando a los ángeles la protección de su orden y el perdón de las faltas cometidas. Poco a poco los rayos del sol se hicieron presentes dejando una estela de frío viento por todos los rincones, la vida silvestre se dejó escuchar en las afueras dando paso al día, las campanas enmudecidas por no tener quien las sacuda, se cubre por gotas de rocío que escurren por su orilla.
          La comitiva de las antiguas se hace presente al darse cuenta de la ausencia de una de las novicias, la superiora con un crucifijo en la mano enfrenta la puerta de entrada del cubículo, que permanece cerrado por dentro. Somatan el madero para hacerse escuchar urgiendo que abran el aldabón, pero sin ninguna respuesta. Múltiples esfuerzas se realizan pero el portón no cede, el asistente , mozo de la limpieza es requerido quien rompe en pestillo del aldabón y la puerta cede.
Un extraño viento corre de adentro hacia fuera y la habitación permanece en total oscuridad,  un tanto temerosa la monja ingresa sigilosamente al interior, termina de abrir el portón y tropieza con la mesita, varias candelas aparecen en el público para dar luz a la habitación, el aire se encuentra enrarecido y la ventana del techo se encuentra obstruida. Dos pasos adelante descubren que la beata se encuentra acostada, cubierta con su hábito, con mucha delicadeza se acerca y la toca.
---Aaaayy!--- un grito desgarrador que la hace salir huyendo del lugar.
Todas las asistentes en las afueras se les crispa la piel y palidecen del pánico. La más antigua de las monjas, junto a la superiora penetran con un crucifijo en una mano y unas candelas. Hasta encontrar el macabro hallazgo. Recostada en su cama de piedra reposa un esqueleto cubierto por las ropas desgarradas de la novicia y sostiene en sus huesudas manos una flor de cajete, marchita…

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