sábado, 31 de agosto de 2013

LA MASCARA DE JADE



          Abriéndose paso a través de los matorrales, que lloran de húmedos por las gotas de rocío, luego se sacuden al paso de la expedición. Los sonidos de la selva se hacen evidentes, en el eco de sabanas que se extienden a lo largo de las cálidas planicies, las sombras ocasionales de las nubes que raudas se trasladan de sur a norte, dejando espacios de sombra, donde se agachan a la orilla de las  bananeras que con sus frutos amarillo verdes, se muestran elegantes en la entrada de los bosques.
          Varios hombres circulan en fila india en búsqueda de los zanjones donde crece la pimienta gorda, en pos de las manadas de coches de monte, que pastan escondidos en la espesura de las arboledas, que los guiarán hacia las hondonadas donde crecen los monumentos de piedra, que olvidados se recuestan en llanuras cubiertas de maleza, tierra barrosa que da origen a las decadentes plazas de los antiguos. Donde las guacamayas que se alocan en griterío se inquietan al saludar al cielo y se tornan ángeles en la ramas de los chico zapote, que se yerguen como gigantes defensores de las ciudadelas.
          La travesía se ha hecho interminable, el calor ha producido desasosiego, aunado a las bandas de mosquitos que se empecinan en hacer no confortable la trayectoria. Las aguadas se han principiado a secar y el lodo de sus orillas se endurece en barro, dejando la mortandad de peces que aun brincan acalorados por la falta de su  líquido; las manadas de saraguates han empezado a huir hacia las altas montañas, buscando las agradables sombras de las hojas, para escaparse del tórrido verano.
          El grupo hace una estación al llegar al sitio escogido, final de su último trecho de a pie como faena de ese día,  se han asentando un pequeño campamento en la parte mas fresca entre el arbolario y la palazón, donde está la única laguneta que parece estar limpia, intocable por el sol. La fogata instalada en el centro muestra su ubicación con un hilo de humo que se escapa entre la copa de los cedros, señales de asentamiento de un campamento donde los hombres hacen reposo hasta el punto de poder continuar con la aventura al final de la tarde.
          Después de levantadas las champas del campamento, una parte del grupo, se hace al camino de infantería por los surcos de un antiguo camino que los conduce hasta el corazón selvático, localizado en la región poco explorada de los bosques.
          Los guías, encabezando la partida llevan la consigna de encontrar los vestigios del milenario sitio de Cival, ciudad de cultura inmensa, que se esconde entre las ensenadas y nacimientos de los ríos, a un par de kilómetros dentro de la espesa llanura, pasando por zanjones. Allí se encuentran los muros de piedra labrada, rodeando una ciudadela que se adorna de monolitos con caras esculpidas que señalan los alrededores de la jardinería de los bajos de las pirámides, campos en cuya planicie surgen un grupo de montículos que se apostan arquitectónicamente alrededor de un claro rectangular, en cuyo centro hay una piedra plana circular que apenas se asoma como el centro de una plaza.
          La vegetación ha crecido por los alrededores y ocultan los rasgos de las pirámides, cuyos grifos resaltan la belleza de las esculturas que se muestran imponentes, en cada una de las estructuras. Bajo este ardiente manto solar se reposan las milenarias construcciones de la región, cuyo conjunto de sonidos de selva se hacen sinfonía, mostrando la grandeza de la olvidada plaza.
          La destrucción hace presencia por la actividad de los depredadores, que han destruido estelas, donde han hecho excavaciones desordenadas en búsqueda de objetos de valor, corroyendo lo inmaculado de las estructuras, en las bases de las plazas y las estilizadas escalinatas.
          Ernesto, dirige la expedición, limpia con sus manos el borde superior de una las piedra, de su maleta de cuero que lleva consigo colgada al cuello, saca una libreta de apuntes, se acomoda los anteojos y revisa cuidadosamente las notas, revisando cuidadosamente las muestras de los jeroglíficos que marcan uno de los esquineros del montículo principal. Haciendo sus medidas y señalando con los instrumento, ensarta una estaca, donde escarba en la tierra, movilizando los trozos de grama, hasta encontrar una parte sólida que no lo deja continuar.
          Una loza de regular tamaño es encontrada, se raspa la tierra y muestra con todo cuidado los bordes, que son limpiados para removerlos, haciendo palanca hasta lograr levantarla. Lo que deja ver un espacio, donde corre un pequeño caudal de agua, como una alcantarilla.
          En medio de la oscuridad de la noche, los gruñidos de los gatos grandes que asustan a las manadas de los dantos, que en oficiosa carrera hacen temblar la tierra, en pos de ponerse a salvo de sus depredadores. El tronido de la leña, que se extingue entre los chiriviscos que hacen la luz de las llamas se empiece a extinguir por falta de leña. Los expedicionarios se acomodan a su alrededor, el fuego les ayuda a evitar los insectos y a los animales que merodean el sitio. En una de las tiendas de campaña, en cuyo interior permanece encendida una lámpara, se deja veer a través de las sombras, Ernesto sentado en un tronco frente a una mesa de trabajo, procede a cotejar los hallazgos de sus notas, estirando con las manos un pedazo de papel donde se encuentra dibujado mapa, un croquis que señala la posición y señalamiento de una estructura de un portal de ingreso al interior de la pirámide. Mal humorado y confundido, se recuesta sobre el catre donde su imaginación le hace volar hacia el infinito, sin resolver el acertijo, el cansancio le vence hasta quedar profundamente dormido.
          Las noticias del alba se dan en iniciativa, al levantarse el vaho de la humedad y la coronación de los rayos del sol que se despiertan en el bullicio de la selva la que se torna en una canción de pájaros y gritos que hacen que el grupo se despierte. El fuego ha sido avivado y la olla del café reverberea junto a las brazas, donde los canutos de leña se acuñan para tostar unas cuantas tortillas embadurnadas de frijol para el desayuno.
          El jefe de la expedición ha regresado hasta el punto donde levantaron la loza, usando una larga vara, uno de los hombres trata de hacer palanca sobre el agujero para hacer mas grande la entrada, sin conseguirlo al hacer presión esta truena se raja y luego es retirada. Una piedra cae al fondo del agujero y da un sonido hueco, lo que obliga a los exploradores a insistir en forzar haciendo presión sobre el fondo con los restos del varejón. Algo se mueve, el piso cede a la presión un gran estruendo se escucha en el cuerpo de la escalinata, donde se produce un deslizamiento, se movilizan unas rocas, dejando visible un espacio de entrada en un plano inclinado, como una catacumba, donde se respira humedad, corren pequeños restos de liquido que provienen de la parte superior, con dirección a un espacio donde se escucha el goteo de las aguas.
          Una antorcha es encendida para dar cuenta que han llegado al centro de una cámara, allí se encuentra imponente la figura del Gran dios Tzultacá que sobresale de una de las paredes, con la serpiente alada a sus pies, muestra sus manos a la altura del pecho sosteniendo con sus palmas hacia arriba, un báculo de piedra.
          En las paredes de los alrededores hay jeroglíficos y lienzos pintados donde se relata la parte de la conquista del lugar, las muestras de la historia política de La Corona, donde las alianzas matrimoniales hegemónicas por el poder femenino. Una de tres princesas que se hace ascender al trono después de unirse a uno de los príncipes del Reino Khan, para la formación de una nueva raza, pinturas enormes que representan al cielo con un manto de cuentas de jade azul oscuro. El inframundo donde la muerte da cuenta de los enemigos representados por el castigo de sacrificios humanos por haber osado perturbar al dios en la usurpación por robo de su mayor tesoro, la máscara del poderoso padre del maíz.
          La máscara de Jade la de los tres colores, que guarda en su interior todos los poderes de la naturaleza, en manos de la divinidad que todo lo puede, para los puros de corazón, como la luz de la creación. Castigo y condenación por fuego de la muerte para los malvados, los infieles sacerdotes que han osaron abusar del poder para elevar a dioses menores, mitad humanos.
          Agapito, uno de los asistentes, estalla en locura, se ensaña llenando sus ojos de lujuria, se apodera de la libreta de anotaciones de su jefe, influenciado por las leyendas, del instrumento de poder que se resguarda en ese templo la intriga y el ansia de poder hace que actúe fuera de si. La lujuria mezclada con la soberbia le hace actuar por lo grande y valioso que puede ser la tenencia de la famosa máscara.
          Con toda clase de artimañas se logra introducir en el portal, hasta llegar al fondo donde se encuentra Ernesto, por la espalda le asesta un golpe en la cabeza, dejándolo sin sentido, penetra hasta el altar del gran dios y luego de retirar el báculo en las manos, el movimiento de las piedras hace que las mismas se levanten por la falta de peso mostrando a través de una abertura en el centro  del pecho de Tzultacá un pequeño altar donde se encuentra colocada la máscara, la toma y escapa de la cámara.
          La ira de los dioses se manifiesta en toda la región, los nubarrones negros se han apoderado de los cielos y la tormenta se cierne abundante sobre la ciudadela. Los truenos como gritos de protesta se encienden tras los relámpagos, que estallan en forma de rayos que inundan la sabana.
          El ladrón huye despavorido en medio de la hecatombe, envolviendo en sus brazos un costal de manta donde lleva el tesoro, retoza en la carrera al perderse en el camino de regreso, las ráfagas de viento lo empujan cayendo en los agujeros que se forman a su paso, estos enajenan su mente la intensa luz de los rayos le da un tinte de agonía a su rostro. Salta, huyendo de las sombras los espíritus le acechan. Como enormes fauces de los místicos animales que le dan agónicos suspiros. Lenguas de fuego, con nubes espesas se interponen en su carrera, los reflejos de los rayos siembran pánico al ante sus ojos cuando escalofriantes sombras salen a su encuentro, brotando desde el vaho. Tropieza, cayendo abatido por un golpe de una rama, que encuentra en su camino y rebota sobre su cabeza.
          Después de una ardua búsqueda los hombres de Ernesto lo llevan al campamento, donde aun vivo, con los ojos desorbitados muestra sus facciones desfiguradas por el miedo, aferrado a su estigma, no permite que le quiten la máscara, cae rígido al suelo, convulsiona, sacudiendo sus que presenta en los brazos. Su actitud de enajenación mental y el temblor fino de cuerpo le hacen mostrar como un ser poseído.
          Perdido en su pensamiento e impulsado por un poder maligno se arroja a caminar tambaleante rumbo al sitio dentro de la cámara de donde obtuvo la máscara, el grupo le sigue, cerca de la entrada es tirado al suelo por el demonio que lo posee, inducido por fuerzas externas, recogen la prenda, poco a poco y con mucha resistencia de sus brazos le es colocada sobre la cabeza. En ese momento, cae un rayo sobre él, produciendo una gran bola de fuego, sufriendo una transformación, el cuerpo se llena de escamas, convirtiéndose en una serpiente que se retuerce agónicamente que se desploma en la entrada del templo. Un espíritu se levanta del cadáver. Cuyo despojos se dirige al interior de la cámara, como humo asciende hasta el altar, transformándose en un monolito acurrucado con la cara de Agapito. En ese momento arena cae desde el techo, el espacio se cierra y el báculo se restablece sobre las manos del dios. Del interior del lugar, empieza a brotar agua que inunda el espacio, hasta formar una pileta de agua azul. Los reflejos del jade le dan un aspecto de brillantes, los espacios solidamente se cierran a la vista de los exploradores. Tan solo un espacio como una ventana permite ver desde las afueras la pileta de agua hasta  dejar sellada la entrada de la pirámide.
          La máscara quedó allí, aun rodeada del miedo de los hombre, Ernesto la toma, con todo cuidado la coloca en dentro de un recipiente, donde la transporta hasta llegar al campamento.
          Varios meses después en la sala de un teatro, ilustrando la expedición, El diligente explorador relata la aventura desde un escenario preparado para el efecto. De una caja labrada con retoques metálicos, extrae la máscara, para mostrarla al final de la conferencia. Las luces se apagan y un reflector señala al centro del escenario, donde con efectos especiales de humo blanco, donde enciende una corona de fuego alrededor de él. Exalta a grandes voces la significancia del hallazgo.  Como un acto de magia, presenta el punto culminante de la exposición. Tras una fanfarrea, Ernesto se coloca la máscara, se escucha un trueno y todo se torna oscuridad…
  

  




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