Abriéndose
paso a través de los matorrales, que lloran de húmedos por las gotas de rocío, luego
se sacuden al paso de la expedición. Los sonidos de la selva se hacen evidentes,
en el eco de sabanas que se extienden a lo largo de las cálidas planicies, las
sombras ocasionales de las nubes que raudas se trasladan de sur a norte,
dejando espacios de sombra, donde se agachan a la orilla de las bananeras que con sus frutos amarillo verdes,
se muestran elegantes en la entrada de los bosques.
Varios
hombres circulan en fila india en búsqueda de los zanjones donde crece la
pimienta gorda, en pos de las manadas de coches de monte, que pastan escondidos
en la espesura de las arboledas, que los guiarán hacia las hondonadas donde
crecen los monumentos de piedra, que olvidados se recuestan en llanuras
cubiertas de maleza, tierra barrosa que da origen a las decadentes plazas de
los antiguos. Donde las guacamayas que se alocan en griterío se inquietan al
saludar al cielo y se tornan ángeles en la ramas de los chico zapote, que se
yerguen como gigantes defensores de las ciudadelas.
La
travesía se ha hecho interminable, el calor ha producido desasosiego, aunado a
las bandas de mosquitos que se empecinan en hacer no confortable la
trayectoria. Las aguadas se han principiado a secar y el lodo de sus orillas se
endurece en barro, dejando la mortandad de peces que aun brincan acalorados por
la falta de su líquido; las manadas de
saraguates han empezado a huir hacia las altas montañas, buscando las agradables
sombras de las hojas, para escaparse del tórrido verano.
El
grupo hace una estación al llegar al sitio escogido, final de su último trecho
de a pie como faena de ese día, se han
asentando un pequeño campamento en la parte mas fresca entre el arbolario y la
palazón, donde está la única laguneta que parece estar limpia, intocable por el
sol. La fogata instalada en el centro muestra su ubicación con un hilo de humo
que se escapa entre la copa de los cedros, señales de asentamiento de un
campamento donde los hombres hacen reposo hasta el punto de poder continuar con
la aventura al final de la tarde.
Después
de levantadas las champas del campamento, una parte del grupo, se hace al
camino de infantería por los surcos de un antiguo camino que los conduce hasta el
corazón selvático, localizado en la región poco explorada de los bosques.
Los
guías, encabezando la partida llevan la consigna de encontrar los vestigios del
milenario sitio de Cival, ciudad de cultura inmensa, que se esconde entre las
ensenadas y nacimientos de los ríos, a un par de kilómetros dentro de la espesa
llanura, pasando por zanjones. Allí se encuentran los muros de piedra labrada, rodeando
una ciudadela que se adorna de monolitos con caras esculpidas que señalan los
alrededores de la jardinería de los bajos de las pirámides, campos en cuya
planicie surgen un grupo de montículos que se apostan arquitectónicamente
alrededor de un claro rectangular, en cuyo centro hay una piedra plana circular
que apenas se asoma como el centro de una plaza.
La
vegetación ha crecido por los alrededores y ocultan los rasgos de las pirámides,
cuyos grifos resaltan la belleza de las esculturas que se muestran imponentes,
en cada una de las estructuras. Bajo este ardiente manto solar se reposan las milenarias
construcciones de la región, cuyo conjunto de sonidos de selva se hacen
sinfonía, mostrando la grandeza de la olvidada plaza.
La
destrucción hace presencia por la actividad de los depredadores, que han
destruido estelas, donde han hecho excavaciones desordenadas en búsqueda de
objetos de valor, corroyendo lo inmaculado de las estructuras, en las bases de
las plazas y las estilizadas escalinatas.
Ernesto,
dirige la expedición, limpia con sus manos el borde superior de una las piedra,
de su maleta de cuero que lleva consigo colgada al cuello, saca una libreta de
apuntes, se acomoda los anteojos y revisa cuidadosamente las notas, revisando
cuidadosamente las muestras de los jeroglíficos que marcan uno de los esquineros
del montículo principal. Haciendo sus medidas y señalando con los instrumento,
ensarta una estaca, donde escarba en la tierra, movilizando los trozos de
grama, hasta encontrar una parte sólida que no lo deja continuar.
Una
loza de regular tamaño es encontrada, se raspa la tierra y muestra con todo
cuidado los bordes, que son limpiados para removerlos, haciendo palanca hasta
lograr levantarla. Lo que deja ver un espacio, donde corre un pequeño caudal de
agua, como una alcantarilla.
En
medio de la oscuridad de la noche, los gruñidos de los gatos grandes que
asustan a las manadas de los dantos, que en oficiosa carrera hacen temblar la
tierra, en pos de ponerse a salvo de sus depredadores. El tronido de la leña,
que se extingue entre los chiriviscos que hacen la luz de las llamas se empiece
a extinguir por falta de leña. Los expedicionarios se acomodan a su alrededor,
el fuego les ayuda a evitar los insectos y a los animales que merodean el
sitio. En una de las tiendas de campaña, en cuyo interior permanece encendida
una lámpara, se deja veer a través de las sombras, Ernesto sentado en un tronco
frente a una mesa de trabajo, procede a cotejar los hallazgos de sus notas,
estirando con las manos un pedazo de papel donde se encuentra dibujado mapa, un
croquis que señala la posición y señalamiento de una estructura de un portal de
ingreso al interior de la pirámide. Mal humorado y confundido, se recuesta
sobre el catre donde su imaginación le hace volar hacia el infinito, sin
resolver el acertijo, el cansancio le vence hasta quedar profundamente dormido.
Las
noticias del alba se dan en iniciativa, al levantarse el vaho de la humedad y
la coronación de los rayos del sol que se despiertan en el bullicio de la selva
la que se torna en una canción de pájaros y gritos que hacen que el grupo se
despierte. El fuego ha sido avivado y la olla del café reverberea junto a las
brazas, donde los canutos de leña se acuñan para tostar unas cuantas tortillas
embadurnadas de frijol para el desayuno.
El
jefe de la expedición ha regresado hasta el punto donde levantaron la loza, usando
una larga vara, uno de los hombres trata de hacer palanca sobre el agujero para
hacer mas grande la entrada, sin conseguirlo al hacer presión esta truena se
raja y luego es retirada. Una piedra cae al fondo del agujero y da un sonido
hueco, lo que obliga a los exploradores a insistir en forzar haciendo presión sobre
el fondo con los restos del varejón. Algo se mueve, el piso cede a la presión
un gran estruendo se escucha en el cuerpo de la escalinata, donde se produce un
deslizamiento, se movilizan unas rocas, dejando visible un espacio de entrada en
un plano inclinado, como una catacumba, donde se respira humedad, corren
pequeños restos de liquido que provienen de la parte superior, con dirección a
un espacio donde se escucha el goteo de las aguas.
Una
antorcha es encendida para dar cuenta que han llegado al centro de una cámara,
allí se encuentra imponente la figura del Gran dios Tzultacá que sobresale de
una de las paredes, con la serpiente alada a sus pies, muestra sus manos a la
altura del pecho sosteniendo con sus palmas hacia arriba, un báculo de piedra.
En
las paredes de los alrededores hay jeroglíficos y lienzos pintados donde se relata
la parte de la conquista del lugar, las muestras de la historia política de La Corona, donde las alianzas
matrimoniales hegemónicas por el poder femenino. Una de tres princesas que se
hace ascender al trono después de unirse a uno de los príncipes del Reino Khan,
para la formación de una nueva raza, pinturas enormes que representan al cielo
con un manto de cuentas de jade azul oscuro. El inframundo donde la muerte da
cuenta de los enemigos representados por el castigo de sacrificios humanos por
haber osado perturbar al dios en la usurpación por robo de su mayor tesoro, la
máscara del poderoso padre del maíz.
La
máscara de Jade la de los tres colores, que guarda en su interior todos los
poderes de la naturaleza, en manos de la divinidad que todo lo puede, para los
puros de corazón, como la luz de la creación. Castigo y condenación por fuego
de la muerte para los malvados, los infieles sacerdotes que han osaron abusar
del poder para elevar a dioses menores, mitad humanos.
Agapito,
uno de los asistentes, estalla en locura, se ensaña llenando sus ojos de
lujuria, se apodera de la libreta de anotaciones de su jefe, influenciado por
las leyendas, del instrumento de poder que se resguarda en ese templo la
intriga y el ansia de poder hace que actúe fuera de si. La lujuria mezclada con
la soberbia le hace actuar por lo grande y valioso que puede ser la tenencia de
la famosa máscara.
Con
toda clase de artimañas se logra introducir en el portal, hasta llegar al fondo
donde se encuentra Ernesto, por la espalda le asesta un golpe en la cabeza,
dejándolo sin sentido, penetra hasta el altar del gran dios y luego de retirar
el báculo en las manos, el movimiento de las piedras hace que las mismas se
levanten por la falta de peso mostrando a través de una abertura en el centro del pecho de Tzultacá un pequeño altar donde se
encuentra colocada la máscara, la toma y escapa de la cámara.
La
ira de los dioses se manifiesta en toda la región, los nubarrones negros se han
apoderado de los cielos y la tormenta se cierne abundante sobre la ciudadela.
Los truenos como gritos de protesta se encienden tras los relámpagos, que
estallan en forma de rayos que inundan la sabana.
El
ladrón huye despavorido en medio de la hecatombe, envolviendo en sus brazos un
costal de manta donde lleva el tesoro, retoza en la carrera al perderse en el
camino de regreso, las ráfagas de viento lo empujan cayendo en los agujeros que
se forman a su paso, estos enajenan su mente la intensa luz de los rayos le da
un tinte de agonía a su rostro. Salta, huyendo de las sombras los espíritus le
acechan. Como enormes fauces de los místicos animales que le dan agónicos
suspiros. Lenguas de fuego, con nubes espesas se interponen en su carrera, los
reflejos de los rayos siembran pánico al ante sus ojos cuando escalofriantes sombras
salen a su encuentro, brotando desde el vaho. Tropieza, cayendo abatido por un
golpe de una rama, que encuentra en su camino y rebota sobre su cabeza.
Después
de una ardua búsqueda los hombres de Ernesto lo llevan al campamento, donde aun
vivo, con los ojos desorbitados muestra sus facciones desfiguradas por el
miedo, aferrado a su estigma, no permite que le quiten la máscara, cae rígido
al suelo, convulsiona, sacudiendo sus que presenta en los brazos. Su actitud de
enajenación mental y el temblor fino de cuerpo le hacen mostrar como un ser
poseído.
Perdido
en su pensamiento e impulsado por un poder maligno se arroja a caminar tambaleante
rumbo al sitio dentro de la cámara de donde obtuvo la máscara, el grupo le
sigue, cerca de la entrada es tirado al suelo por el demonio que lo posee,
inducido por fuerzas externas, recogen la prenda, poco a poco y con mucha
resistencia de sus brazos le es colocada sobre la cabeza. En ese momento, cae
un rayo sobre él, produciendo una gran bola de fuego, sufriendo una
transformación, el cuerpo se llena de escamas, convirtiéndose en una serpiente
que se retuerce agónicamente que se desploma en la entrada del templo. Un espíritu se levanta del cadáver. Cuyo despojos
se dirige al interior de la cámara, como humo asciende hasta el altar, transformándose
en un monolito acurrucado con la cara de Agapito. En ese momento arena cae
desde el techo, el espacio se cierra y el báculo se restablece sobre las manos
del dios. Del interior del lugar, empieza a brotar agua que inunda el espacio, hasta
formar una pileta de agua azul. Los reflejos del jade le dan un aspecto de
brillantes, los espacios solidamente se cierran a la vista de los exploradores.
Tan solo un espacio como una ventana permite ver desde las afueras la pileta de
agua hasta dejar sellada la entrada de
la pirámide.
La
máscara quedó allí, aun rodeada del miedo de los hombre, Ernesto la toma, con
todo cuidado la coloca en dentro de un recipiente, donde la transporta hasta
llegar al campamento.
Varios
meses después en la sala de un teatro, ilustrando la expedición, El diligente
explorador relata la aventura desde un escenario preparado para el efecto. De
una caja labrada con retoques metálicos, extrae la máscara, para mostrarla al
final de la conferencia. Las luces se apagan y un reflector señala al centro
del escenario, donde con efectos especiales de humo blanco, donde enciende una
corona de fuego alrededor de él. Exalta a grandes voces la significancia del
hallazgo. Como un acto de magia,
presenta el punto culminante de la exposición. Tras una fanfarrea, Ernesto se
coloca la máscara, se escucha un trueno y todo se torna oscuridad…